viernes, 17 de febrero de 2012

Pesaguero y el Agua.

Pesaguero y el Agua.
Juan Barroso 2012





En Pesaguero, un caserio del Valle de Liebanas, en los Picos de Europa. Detrás de nuestra casa  corría un riachuelo de montaña parecido a este que se ve en la fotografía que ilustra el relato. Trae aguas del deshielo. Aguas que nacen en las cumbres, nevadas hasta mediados de verano. Su agua era tan  fría que quemaba. Nos quemaba los pies cuando chapoteábamos en ellas.

Cuando llegamos a Pesaguero tenía 6 años. Toda mi vida, el universo entero entonces solo eran 6 años, un paleolítico de los 56 que ya he cumplido. Mi  historia tan breve como el contenido de la maleta donde mis padres transportaron todo lo que tenian cuando dejaron el pueblo en que nacimos. Sierra de Fuentes. No puedo decir "cuando dejaron su tierra", porque  los pobres eran tan pobres que nuca tuvieron tierra. Ni casa propia. Ni cosa de valor a la que decir esto es mio.   Lo mas valioso que teníamos era la compañía de nuestra propia compañía. La familia mas próxima, aunque a poca distancia, estaba muy distante. Cada cual tenía sus problemas y eran tiempos del "sálvese quien pueda". 1960, en lo que a mi casa toca, fueron tiempos difíciles. La "Crisis" de  hoy no es la primera de nuestras crisis nacionales. La palabra España, encontra de lo que puedan decir los filólogos, significa Crisis.

Las maletas de mis padres, lo recuerdo,  eran grandes y de cartón. Entonces se conocian con otra mentira propia del comercio, maletas de cartón piedra. Se acostumbraban a forrar con tela o lona porque con cuatro gotas el cartón se desacía. Dentro de esa maleta podríamos haber viajado mi hermana  Ñiñy y yo  tumbados tan largos como eramos. Por lo ampio de la maleta y lo diminuto de nuestra talla. Las  maletas compraron para el viaje. La gente rural entonces no tenía maletas. Para nada hacian falta. Se nacía y moría sin ir más lejos que donde te mandarán para hacer la mili. Para eso no hacía falta maleta, los hombres marchaban con lo puesto y te daba un petate para trasladar el unforme que te daban.  Este era el viaje mas decisivo que he hemos emprendido.  La maletas fueron pagadas con la primera "paga" de mi padre. El primer sueldo con garantía de cobro que este hombre recibía. Hasta entonces su sustento eran jornales de bracero. Jornales caídos de la voluntad del patrón y de la clemencia del cielo. El día que Dios quería no podían trabajar y  sino braceaban  no cobraban.  Hoy bien comprendo porque en las procesiones litúrgicas de mi pueblo, en las rogativas para la lluvia decían "Ya se que estas eternamente enojado, Señor. Perdona a tu pueblo, perdónalo Señor".  Estas canciones, que dirigía el párroco, seguro que las componía la Patronal. Y se aceptaba entonces como voluntad divina, dando gracias al cielo por su clemencia. Unas veces se rezaba para que no lloviera más, otras para que cesara la pertinaz sequía. Siempre agradecidos porque todo podría haber sido peor.

 Las maletas de mi padre, como he dicho, eran dos maletas grandes de cartón con cantoneras metálicas  para reforzarlas y un baúl de madera pobre. Tan  pobre la madera que estaba forrado de un latón pintado a su vez imitando madera para ocultar la maldad de la madera que protegían.  En las dos maletas y el baúl,  llevaban mis padres  todo cuanto tenias o podían llevar. Los colchones de borra, donde soñábamos nuestro presente pasado, se los dejaron mis padres a María, hermana de Agueda, mi madre. María estaba más necesitada. Ya os podeis imaginar. Dos años después emprendió nuestro mismo camino.

Hasta Santander el viaje fue largo pero breve. Los viejos vagones de madera, con sabor a saloncito de casa, donde a la hora de comer la compaña de viaje sacaban sus fiambreras y hacían un ofrecimiento cordial a la concurrencia. Ofrecimientos que por educación se solía aceptar. Era feo decir que no. !Um, que rico¡. ¿Que es?. "Es patatera de Arroyo", decía mi madre. "Pues dígame usted  si le gusta esto, lo hice antes de salir". Y el tren lento y señorial para los pobres atravesaba el paisaje con un ronquido tristón, como si le costara dejar atrás las encinas.

 


Llegamos a Santander no se bien como. Mi padre dijo que hasta que fuera la hora de tomar el autobús para Potes iríamos a ver el puerto. A pasear por el Sardinero. Teníamos toda la mañana. Desde la Extremadura tramontana al Mar. De la rústica perillanura, seca y madrastra, al Sardinero, rico y esplendido. Entonces mas que hoy.

De Santander, solo recuerdo una especie de mareo y aturdimiento.  Voces, movimiento. Por las calles de mi pueblo no se veía un alma  en la calle hasta el caer la tarde cuando las viejas salían con su silla a la puerta de casa  para hablar con las vecinas. Mi madre, un año después, cuando fuimos al pueblo, en verano, por el mes de vacaciones de mi padre, me pedía a mí que entrara en el bar para decirle a mi padre que estábamos con los abuelos esperándole para comer. Ella no podía entrar. Que diría en el pueblo si vieran a una mujer en un bar.  No, no estoy hablando del siglo XIX. Era 1961.

Mi primera impresión del mar fue, creo hoy, de un despilfarro exagerado. ¿Para qué tanta agua? ¿Porque tanto espacio?.

Mi  padre se acercó al malecón del puerto. Sus pies justo al borde y nos miraba satisfecho. Nos indicaba que nos acercásemos  perdiéndole la cara al mar, con un gesto torero, como menospreciando el rugir de las olas del cantábrico. Me indicaba que fuese junto a él e hice un intento. Le mire y volví la vista a mi madre. Ella inexpresiva permaneció inmóvil.  Di un paso y retrocedí. Me atraía la valentía de mi padre pero me decidí por la prudencia de mi madre y retrocedí. Me asalta la duda de si mi actitud fue correcta. Hoy, a la vuelta de los años, considero que no he sido cobarde cuando la situación lo requería.

De Santander a Pesaguero nos quedaban 120 kilómetros en autobús que me parecieron mas tortuosos que atravesar la península.  Me vienen a la mente nombres de pueblos por los que pasamos. No por mi buena memoria, que no la tengo, sino por oírlos repetir en casa.  Torrelavega, Cabezón de la Sal (un nombre tan sonoro que es imposible olvidar), San Vicente de la Barquera,  Potes, Cabezón  de Liebana, Pesaguero.

A partir de la parada de Potes el autobús comenzó a oler a muertos, o eso nos pareció. Mi madre se puso malisima, Ñiñi medio en coma y yo tan feliz porque aquello olía como mis pies. No debía ser tan malo. Después descubrimos que el autobús había cogido en Potes una carga de queso de Cabrales y de hay el olor. Pero bueno, hoy a todos nos encanta un buen Cabrales.

Ya en Pesaguero, y después de unos meses sucedió mi segunda y mas fuerte experiencia con el Agua. Lo del Cantábrico y el Sardinero no tiene importancia comparado con lo que me vendría a suceder. No se como ni de que manera, un día, que sino era ya invierno, si que hacia bastante frió,  nos acercamos, Ñiñi y yo, a un pilón, una especie de abrevadero para el ganado, que no se encontraba a más de 200 metros de casa.

 Pesaguero.

El día en el que me amorré al pilón no sería mejor que el de la foto. No era un día crudo de inverno, pero hacia frío. La pila de agua no era demasiado grande. Una simple pila para abrevar el ganado, de la altura justa para que una vaca pasiega bebiera. Pero a mi me pareció el Cantábrico en un día de  mar brava. Yo pretendía llenar un  latón de leche merengada en el caño central que bertía sobre la fuente y Ñiñi, como de costumbre,  quiso tomar delantera. Y surgió la  disputa. "Yo primero" Y me encaramé en el brocal de la pila para llenar mi bote el primero.  Cuando estaba en postura arriesgada y acrobática,  a Ñiñi le dio uno de sus acostumbrados arrebatos y me propinó un  menudo pero eficaz empujón, como para que me fuera de bruces al centro del piélago  y caí de morros en el inmemorial estanque.

Aquel insignificante pilón, en el que hoy me costaría trabajo doblar la espalda para amansar mi sed, me pareció mas abismal  que los negros fondos del Cantábrico. Y no perecí en tal afreta por providencia divina, pensaba. Salí de el como pude y, gritando y empapado, corría a casa que  estaba a escasos 200 metros. Al verme llegar mi madre comenzó a gritar también, me abrazaba con fuerza y me estrujaba contra ella. Yo parecía una fregona  liberando del agua en el cubo que me pareció mi casa.

Ante tal algarabía acudieron las dos vecinas más próximas. Las mujeres de las dos únicas casas que junto a la nuestra se alineaban al pie de la carretera a la entrada de Pesaguero. La madre de Chuchi, el de las tabalitas de la entrada Laxen Busto, volvió a su casa y regresó con una cazuela llena de vino caliente con azúcar. Yo ya seco y mudado continuaba con un solo de castañuelas que hacían mis dientes. Mi madre se lamentaba: "Ay mi niño, que se me coge una pulmonía" gritaba. La madre de Chuchi la tranquilizaba recomendándole que diese el vino caliente con azúcar y ya vería como enseguida entraba en calor. 

Me pusieron sobre una manta en la trébede de azulejos blancos de la cocina y me suministraron un buen vaso de vino dulce y celentito que me supo a gloria. La madre de Chuchi fue generosa en la cantidad de la mágica medicina que preparó. Pensaría que era mejor tener remanente de farmacia tradicional por si los síntomas persistían. Dejándome algo recuperado y adormecido al calor de la trébede, mi madre y las otras dos mujeres se debieron poner a debatir la actualidad de Pesaguero en una especie de Corazón Corazón improvisado. Yo en el abandono asistencial de mis cuidadoras debí pensar que la dosis suministrada de aquel milagroso bebedizo quizás no fuese suficiente, y que si se enfriaba la pocima perdería sus propiedades. Así que me fui aplicando dosis hasta vaciar la cazuela.

Mi madre y sus amigas de debate debieron interesarse por la evolución del paciente y regresaron para oscultarme. Yo, según me contó mi madre, porque de ese episodio recuerdo lo que por tradición familiar se ha repetido en cinco mil reuniones, la miré al entrar con los ojos como platos y al parecer en mi mirada había puesto la larga. Si, que al mirarla mi enfoque de visión la atravesaban y se estrellaba en la pared del fondo de la habitación. Quise ponerme de pie sobre la trébede y me caí de culo sin poder mantener el equilibrio. Los efectos secundario de todo buen medicamento. Miraron  la cazuela que debía contener el bálsamo de fierabras y claro, se encontraba vacía.

No se si fue por este episodio o por la herencia familiar que recibí de mi abuelo materno Luis "Zorrilla", tengo una consideración especial al vino, al que considero uno de los mejores remedios para diversos tipos de dolencias, sobre todo las que afectan al espíritu.

Ermita de La Parte (Pesaguero) en la que hice la primera comunión.


Yo vestido de marino en mi comunión en La Parte (Pesaguero). No recuerdo el nombre de las niñas. El que me acompaña es el hijo de Jeronimo, el herrero que vivia junto a nosotros. Perdió un ojo trabajando en la herreria.

1 comentario:

Ñiñi. dijo...

Muy bueno me he reìdo un montón. Espero la continuación. LO hemos estado comentando Dionisio y yo, él tb tiene una experiencia parecida con el agua.